cuento tradicional
LA LEYENDA
DE URASHIMA-TARO
(Adaptado por Susi Vidal)
En un tiempo muy lejano, habitaba en una isla de
Japón, un pescador llamado Urashima-Taro. Taro era un buen hombre, que se
preocupaba por el mar y sus habitantes.
Un día, paseando por la playa en la que estaba varada
su barca, encontró a unos niños jugando en la arena. Cuando se acercó, se dio
cuenta que los niños jugaban con una tortuga marina. Andaban atándole cuerdas
alrededor de su caparazón y sus aletas, y pretendían devolverla al mar de esa
manera, para comprobar si podía nadar así. Urashima-Taro, al ver aquello, se
enfadó muchísimo. Estaba seguro que la tortuga no podría nadar y moriría. Así
que regañó a los niños, los echó de la playa y se afanó en liberar a la tortuga
de todas sus ataduras. Como la tortuga estaba asustada, Urashima-Taro la tomó
en sus brazos y la llevó hasta su barca. Una vez la barca estuvo en la orilla,
el pescador comenzó a remar mar adentro. Cuando llegó lejos, donde el agua es
muy profunda, tranquilizó a la tortuga con su voz suave y la liberó. La tortuga
se alejó nadando.
Unos días más tarde, Urashima-Taro se encontraba
pescando en la bahía, cerca del lugar donde había liberado a la Tortuga.
Entonces vio que algo se acercaba a su barca. Se asustó y decidió remar hacía
la orilla. Pero aquello que se movía bajo la superficie era más veloz que lo
que la fuerza de sus brazos podían hacer avanzar su embarcación. Pronto aquello
llegó hasta su barca, Urashima-Taro miraba fijamente al agua para averiguar qué
era lo que lo amenazaba, cuando de repente la cabeza de una tortuga emergió del
mar. ¡Era la misma tortuga que él había salvado días antes! ¡Estaba seguro! Las
marcas de su caparazón no le dejaban lugar a dudas.
Ante el asombro de Urashima-Taro, la tortuga se
dirigió a él, diciéndole:
-
Afable pescador, estoy muy agradecida por la ayuda que me
brindaste hace unos días. Como muestra de mi agradecimiento, me gustaría
llevarte a Ryugu-jo, el Palacio del Dragón, que se oculta en el fondo del mar.
Urashima-Taro se sintió honrado por la muestra de
agradecimiento de la Tortuga y decidió acompañarla. Se montó en su caparazón, y
ella lo condujo, nadando plácidamente bajo la superficie, hasta el Castillo
Dragón.
Cuando el pescador divisó a lo lejos el Castillo quedó
maravillado. El Castillo Dragón estaba hecho de corales rojos y blancos y de un
cristal tan limpio que Taro podía ver su interior desde la distancia. En uno de
los lados del Castillo, residía el Otoño. A través de los cristales se podían
ver los árboles con sus hojas rojas, amarillas y doradas. En otro de los lados,
Urashima-Taro vio el paisaje nevado y ventoso del Invierno. Cuando llegaron
junto al Castillo, la tortuga lo rodeó nadando, y el pescador pudo comprobar
como en los otros dos lados residían la Primavera, con su paisaje florido y
verde, y el Verano, con una luz deslumbrante.
Cuando la tortuga paró junto a las escalinatas
principales y Urashima-Taro se bajó de su caparazón, ambos subieron el primer
escalón que conducía a la fachada de la Primavera. En el mismo momento en el
que la tortuga posó sus aletas en el escalón, un remolino de agua la envolvió
por un momento. Cuando se disipó el remolino, la tortuga se había transformado
en una princesa vestida con delicados ropajes. Taro no pudo contener su asombro.
-
Pero, pero…¿Has sido tú todo este tiempo? – Preguntó
Urashima-Taro.
-
Sí – contestó la princesa entre risas – Soy la princesa
Otomime, hija de Ryujin, el Dios Dragón del mar. Al salvarme hace unos días de
una muerte segura, demostraste tu amor por los mares. Mi padre, ha querido
recompensarte, permitiéndote venir al Castillo Dragón, que está vetado a los
hombres. Puedes vivir aquí, conmigo y mi familia, y descubrir las maravillas
del fondo del mar.
-
¡Oh! Estoy muy agradecido a ti y a tu padre, Ryujin, por
permitirme habitar entre los dioses y los hijos de los dioses. Me quedaré aquí
junto a vosotros.
Juntos entraron entonces en el interior del palacio.
Desde allí Urashima-Taro pudo conocer toda la inmensidad del mar sin salir de
su interior. El pescador era feliz conociendo las criaturas y paisajes marinos
junto a la princesa Otomime, cuya belleza le parecía más deslumbrante a cada
minuto que pasaba con ella. Pero en sus momentos de descanso, cuando se tumbaba
a contemplar las estaciones que habitaban en los diferentes muros del Castillo,
lo invadía la melancolía. Los recuerdos de sus padres y familiares volvían a su
memoria, y hacían que su deseo por verlos de nuevo fuera cada vez más fuerte.
Echaba de menos también la calidez del Sol en su rostro, el frío cortante del
viento, los trinos armoniosos de los pájaros…
Al tercer día de su llegada, Urashimo-Taro compartió
con Otomime su intranquilidad y melancolía. El pescador decidió que debía
volver a casa junto a los suyos, para evitarles además la preocupación de su
desaparición. La princesa Otomime comprendió su desdicha y le dijo:
-
Querido Urashima-Taro entiendo que tu lugar está en la
superficie. El Castillo Dragón no es lugar para un humano. Yo misma te llevaré
a la orilla donde nos conocimos. Pero quiero que lleves como recuerdo esta
caja.
Le dio entonces al pescador una caja de nácar y coral,
con preciosos grabados y relieves que servirían a Taro para recordar los
paisajes y animales marinos que había conocido. Sobre la tapa, el grabado
representaba el Castillo Dragón, junto al que podía verse a la princesa
Otomime.
-
Gracias por este presente princesa. – Dijo Urashima-Taro –
Mas…¿qué hay en su interior?
-
En su interior hay algo que no deberás ver jamás. Esta es la
caja prohibida, llamada también Tamatebako. Te servirá para recordar tu
estancia en el Castillo Dragón, pero nunca, jamás, podrás abrirla. Los vórtices
del tiempo no son algo que un humano pueda divisar…
Taro asintió sin terminar de comprender sus palabras.
Sólo sabía que Tamatebako jamás podría ser abierta.
Entonces ambos abandonaron el Castillo, la princesa
adoptó de nuevo su forma de tortuga, y el pescador subió a su caparazón. Juntos
nadaron hasta llegar a la orilla de la playa. Allí se despidieron y Taro
comenzó a caminar de vuelta a su aldea. Le pareció extraño no ver su barca en
la playa, pero pensó que quizás su padre la habría guardado en la aldea para
que no se estropease en su ausencia. Mas cuando llegó a la entrada de su aldea
todo le pareció diferente, los edificios habían cambiado, y no conocía a las
personas que por allí andaban. Buscó su hogar, pero en su lugar había una casa
diferente. Cuando entró para buscar a sus padres, se encontró con unas personas
desconocidas, vestidas con ropajes muy extraños. Ellos no conocían a sus
padres, pero le explicaron que conocían una leyenda en la que se contaba como
un pescador desapareció un día de su barca y sus padres murieron de pena,
muchos años después, sin haber podido encontrarlo. Cuando extrañado
Urashima-Taro preguntó cuánto tiempo había estado fuera, esas personas le
dijeron que desde aquellos hechos habían transcurrido trescientos años.
Urashima-Taro corrió a la playa, su desesperación era
tal que se sintió mareado. Se sentó entonces sobre una roca y mirando la
preciosa caja, Tamatebako, murmuró:
-
¿Cómo es posible? ¿Si sólo estuve en el Castillo durante tres
días? Pero aquí han pasado trescientos años. Ya no queda nada de lo que conocí,
ya no queda nadie al que yo hubiera amado…¿Qué será de mí ahora? ¿Cómo podré
vivir en un mundo que me es desconocido? –
Entonces, rompió a llorar desconsolado. Abrazó con
fuerza la caja que tenía entre sus manos, el único recuerdo que le quedaba de
los días felices de su vida. Con los ojos velados por las lágrimas, sin pensar
detenidamente lo que hacía, levantó lentamente la tapa de Tamatebako, esperando
que al hacerlo, el tiempo volviera atrás y pudiera recuperar su vida.
Entonces, un torbellino de viento escapó del interior
de la caja. Los vórtices del tiempo envolvieron a Urashima-Taro. Cuando se
disiparon, Taro se había convertido en un anciano, su piel estaba muy arrugada,
sus cabellos largos hasta el final de su espalda eran blancos como la nieve y
su barba, del mismo color, colgaba de su barbilla. Urashima-Taro se lamentó
entonces de su desgracia, y quedó allí, en su playa, llorando para siempre.
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